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Justificación

Nuestro constitucionalismo se caracteriza por su falta de originalidad y por el hecho de que las constituciones fueron documentos políticos que un partido impuso al resto, que no tuvieron valor normativo y que su valor político fue también relativo, porque los actores políticos las ignoraban o quebrantaban con total impunidad.

Nuestro constitucionalismo ha sido frágil y epidérmico. El pueblo estaba excluido de los procesos electorales y se desentendía de la suerte de los distintos regímenes constitucionales que se sucedían vertiginosamente. Los cambios son casi siempre superficiales y dictados desde arriba por sectores políticamente activos, sin contar con la inmensa mayoría de la población. El proceso político real discurre fuera del marco constitucional, al margen de sus disposiciones.  En lugar de reformar las Constituciones con arreglo a los procedimientos previstos, se opta por derogarlas, por la ruptura del orden constitucional (casi siempre con pronunciamiento militar incluido). Además, se tiende a atribuir a los textos constitucionales un valor taumatúrgico, virtudes mágicas, una especie de bálsamo de Fierabrás para curar todos los males y lograr la felicidad de la nación, y esta creencia ingenua en que todos los problemas se resolverán de forma inmediata con un simple cambio en el texto de la Constitución, sin abordar los problemas de fondo, acaba provocando un enorme desencanto y frustración.

En suma, la falta de respeto al Derecho y de voluntad política de consenso explican que la Constitución no haya sido entre nosotros, hasta 1978, un vínculo de unión, un instrumento de integración política, sino un factor de discordia.