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Orígenes del constitucionalismo (1812-1833)

El 19 de marzo de 1812 se promulgó la primera Constitución de España  (el Estatuto de Bayona de 1808 es una Carta otorgada impuesta por Napoleón; no es un texto genuinamente español). Previamente, las Cortes de Cádiz ya habían aprobado otras medidas de signo liberal como el decreto que suprimía la censura previa de obras políticas (1810) o el de la abolición de los señoríos (1811). En plena invasión francesa (resulta paradójico que mientras se combate a los franceses con las armas, se importe al mismo tiempo su modelo constitucional de 1791), la Pepa (384 artículos) proclamaba la soberanía nacional y establecía la Monarquía constitucional como forma de gobierno: las Cortes unicamerales comparten el poder legislativo con el Rey, que retiene la prerrogativa de la sanción (veto). El Rey dirigía el poder ejecutivo a través de los «secretarios de despacho», que nombraba y cesaba libremente.

La Constitución de 1812 se aprueba aprovechando un período de vacío de poder, con el Rey “invitado” en Bayona, y en plena guerra contra el invasor. De hecho, es elaborada por los representantes de las Juntas formadas espontáneamente por los patriotas sublevados en pueblos y ciudades, al margen del poder oficial de la época. Fue la Junta Central, integrada por nobles, altos funcionarios civiles y militares y autoridades eclesiásticas, la que puso en marcha el procedimiento. El proyecto se debatió por las Cortes, se completó con un Discurso preliminar (redactado por Argüelles), destinado a explicar el significado del texto y la intención de sus autores, y concluyó con la aprobación de los diputados y la promulgación y publicación por el Consejo de Regencia.

De este texto cabe destacar la rotunda afirmación de que “la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece exclusivamente a ésta el derecho de establecer sus leyes fundamentales” (art. 3). Por primera vez en nuestra historia, no pertenece al Rey, sino a los representantes de la Nación española (“la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”). Los diputados serían elegidos mediante un sistema de elección indirecta y tenían que tener una renta anual procedente de bienes propios (sufragio pasivo censitario).

 La Constitución no contiene una declaración de derechos, aunque sí se reconocen algunos de forma dispersa en el texto (la libertad de imprenta en materia política o la propiedad). Se proscribe también el tormento, como método para obtener confesiones (art. 103).

En cuanto a la relación del Estado con la Iglesia Católica, la Constitución de 1812, pese a su orientación inequívocamente liberal, estableció la confesionalidad católica del Estado con una fórmula que no deja lugar a dudas: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». Una concesión a los sectores más conservadores. Porque en las Cortes de Cádiz toman asiento representantes de diferentes sensibilidades políticas, como pudo apreciarse, por ejemplo, en el tenso debate sobre la abolición de la Inquisición (febrero de 1813).

Poco después de ser aprobada la Constitución terminó la guerra. Napoleón restituye la corona a Fernando VII (Tratado de Valençay, 1813), que no sólo no jura la Constitución, sino que deroga mediante un decreto de 4 de mayo de 1814 toda la obra de las Cortes y restablece la Inquisición.

El 1 de enero de 1820, en Cabezas de San Juan, el coronel Riego proclama la Constitución de Cádiz e inicia su famosa marcha por Andalucía. El Rey acepta la Constitución y se abre así el denominado «trienio liberal» (1820-1823).  Con una nueva ocupación francesa, a cargo esta vez de los «cien mil hijos de San Luis», se restablece el absolutismo de Fernando VII en 1823. Arranca así la “década ominosa”, hasta su muerte, en 1833.

 En resumen, España se incorporó pronto y de forma brillante a la era del constitucionalismo. Pero la fiesta duró poco tiempo. Con la restauración del absolutismo se cierra abruptamente ese paréntesis de frágil predominio liberal.