El primer artículo de la Constitución define a España como Estado social y democrático de Derecho. Esta declaración desempeña un papel nuclear en la arquitectura constitucional, ya que el resto de los preceptos de la norma fundamental conectan, de manera más o menos directa, con esta manera de definir nuestro sistema político.
La noción de Estado social y democrático de Derecho no es exclusiva de nuestro país. Se aproxima a conceptos similares contenidos en el art. 20.1 de la Constitución de la República Federal Alemana (según el cual dicho país es un Estado federal, democrático y social) o en art. 1 de la Constitución italiana, que afirma que “Italia es una república democrática fundada en el trabajo”, para añadir, a continuación que “la soberanía pertenece al pueblo, que la ejercitará en las formas y dentro de los límites de la Constitución”.
Las similitudes entre estos textos constitucionales no son casualidades. Los que se acaban de citar, al igual que el nuestro, pretenden construir una forma de Estado que, garantizando la libertad, supere las limitaciones que habían afectado al Estado liberal de Derecho a la hora de corregir las injusticias sociales.
Este tipo de organización política había surgido tras las revoluciones inglesas, norteamericana y francesa, y se implantó a uno y otro lado del Atlántico, durante el siglo XIX y parte del XX, con la finalidad de romper con la concentración del poder y la arbitrariedad que habían caracterizado al antiguo régimen. Por ello, el Estado liberal de Derecho trajo avances indudables con respecto al pasado.
Antes que nada, supuso la negación de la soberanía monárquica y la atribución del poder a la comunidad. Al entender que el poder no se justificaba por sí mismo, lo puso al servicio de los individuos. Para asegurar la libertad de las personas, organizó al Estado conforme al principio de división de poderes enunciado en El Espíritu de las Leyes por Montesquieu en 1748, según el cual es preciso que el poder frene al poder. Así, se distinguieron las tres funciones del Estado (legislativa, ejecutiva y judicial) y cada una de ellas se atribuyó a un órgano diferente. Siempre con la finalidad de asegurar la independencia de los ciudadanos, el Estado liberal reconoció los derechos fundamentales, concebidos por primera vez como inherentes a la condición humana y, por tanto, anteriores y fundamento del poder.
Aunque la soberanía de la colectividad, la división de poderes y el reconocimiento de derechos fundamentales constituían elementos fundamentales de la nueva forma de Estado, no eran suficientes para garantizar la libertad. Era preciso, además, evitar que el poder se comportara de manera despótica, poniendo en riesgo la posición de las personas mediante decisiones arbitrarias. Por eso, se sometió a Derecho. La obediencia a las normas por parte de las autoridades no sólo impedía órdenes individuales y caprichosas, sino que, además, propiciaba la seguridad jurídica, al permitir que los ciudadanos conocieran, de antemano, las consecuencias de los propios actos.
El Estado liberal de Derecho supuso, pues, una profunda transformación de la organización del poder y de las relaciones entre este y la sociedad, poniendo fin a siglos de abuso de autoridad. Ahora bien, a principio del siglo XX empezaron a ponerse de manifiesto sus profundas contradicciones. El predominio del valor libertad limitaba la intervención del Estado en las relaciones económicas y sociales, inclinando la balanza a favor de los más fuertes y en perjuicio de las capas sociales más empobrecidas. La profunda desigualdad económica generó, en algunos países, graves conflictos sociales y, en algunos casos, la quiebra de esa forma de Estado. Las dictaduras fascistas o los regímenes comunistas que se implantan entre la primera y la segunda guerra mundial se diferencian en muchos rasgos, pero tienen en común la negación de casi todos los elementos estructurales del Estado liberal de Derecho.
Después de la segunda guerra mundial comienza a implantarse, en muchos de los países occidentales, el Estado social y democrático de Derecho. Esta nueva forma mantiene los elementos característicos del Estado liberal; ahora bien, y como veremos a continuación, modifica algunos de sus extremos, con la finalidad de asegurar una igualdad más real y efectiva. Con este objetivo, el poder se democratiza, sobre todo tras la extensión del derecho de sufragio y la aparición de nuevas formas de participación. Además, aparecen nuevos derechos, cuya finalidad es afrontar la situación de desventaja en la que se encuentran amplios sectores sociales. Aunque no existen cambios demasiado sustanciales en la forma de concebir la división de poderes, se produce una profunda modificación del papel que desempeña el Estado en la sociedad y la economía, ya que deja de ser un mero espectador para, en muchos casos, transformarse en protagonista.
Antes de seguir adelante con el análisis del Estado de Derecho en nuestra Constitución, es preciso matizar algunas afirmaciones que se acaban de realizar. Así, no siempre existe acuerdo acerca el grado de intervención que corresponde a los poderes públicos, ya que hay sectores neoliberales, que defienden un papel más abstencionista del Estado, mientras que otros son partidarios de que los poderes públicos desempeñen un rol más activo. Hay que tener en cuenta además que, desde el estallido de la crisis económica, algunos rasgos característicos del Estado social y democrático de Derecho están en discusión. A veces, se pone en cuestión la forma de democracia contemporánea y se demandan nuevas formas de participación; en otras ocasiones, se denuncia el retroceso que han experimentado ciertas prestaciones sociales, como son la educación o la sanidad. Por último, se señala que los poderes públicos, más preocupados por la evolución de los mercados que por los ciudadanos, han dejado de proteger a sectores que, como la tercera edad o la infancia, se encuentran en situación de especial desprotección.
Aunque se contemplan de manera independiente los tres calificativos de nuestro Estado (Social y democrático de derecho), esta división obedece sólo a razones expositivas, porque ninguno de estos adjetivos, de manera aislada, es suficiente para asegurar el bienestar de los ciudadanos. Los regímenes fascistas y comunistas eran sociales, si por tal se entiende la intervención del poder público en la economía y la prestación de algunos derechos sociales. La democracia puede llevar a la tiranía si las decisiones de la mayoría, aunque sean tomadas directamente por el pueblo, no se someten a Derecho. En los sistemas contemporáneos, la democracia no sólo consiste en atribuir la soberanía al pueblo, sino también en obedecer la ley que nos hemos prescrito. El Estado de Derecho, por sí sólo, no garantiza la democracia. En efecto, no basta con el respeto a las normas jurídicas, sea cual sea su contenido, sino que es preciso que estas tengan un origen legítimo y que, además, aseguren los derechos de las personas.