La certeza es un principio objetivo que afecta a todo el ordenamiento jurídico. Impone que el contenido de las normas sea previsible, de manera que sea posible anticipar sus efectos. Exige, además, que se redacten con la suficiente claridad para tener certidumbre de las expectativas, sabiendo de antemano que cabe esperar de su aplicación. La seguridad jurídica es la vertiente subjetiva de la certeza, dado que permite al ciudadano conocer las consecuencias jurídicas, favorables o desfavorables, que cabe esperar de sus propios actos.
El art. 9.3 CE de la Constitución no sólo recoge la seguridad jurídica, sino también otros principios que son instrumentales con respecto a ella, como son la publicidad de las normas y la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras o no restrictivas de derechos individuales.
En páginas anteriores hemos visto como la publicidad de los debates parlamentarios es una garantía del principio democrático. La publicación es, sin embargo, la mejor garantía de la certeza del Derecho, porque, al fijar, de forma auténtica y permanente el contenido de las normas asegura la homogeneidad en su aplicación. Es, también, garantía de la seguridad jurídica, porque nadie puede resultar vinculado por normas que no ha tenido ocasión de conocer. Se excluye así la posibilidad de que los ciudadanos resulten obligados por leyes secretas, tal y como puede suceder en sistemas autoritarios.
Tanto la certeza, como la seguridad jurídica aconsejan que la ley disponga hacia el futuro, dado que sólo de esta manera es posible que sus consecuencias jurídicas sean previsibles. Este principio restringe la posibilidad de aplicar las leyes hacia el pasado, esto es, de atribuir a la nueva ley efectos retroactivos. Se considera que esta práctica puede perjudicar gravemente los intereses de los ciudadanos, dado que imputa consecuencias jurídicas nuevas a hechos o actos llevados a cabo con anterioridad, momento en el cual era imposible conocer cuál sería la futura regulación.
Por estas razones, el art. 9.3 CE prohíbe la retroactividad cuando perjudica a los ciudadanos, esto es, en caso de que las normas tengan carácter sancionador o restrictivo de derechos individuales. En cambio, el art. 1 del Código Penal impone la retroactividad que puede beneficiar a las personas, como sucede con las leyes penales que favorezcan al reo, aunque este esté ya cumpliendo condena.
Antes de terminar estas páginas es preciso hacer referencia a algunos riegos que genera la globalización, especialmente para la posición jurídica de las personas. Este fenómeno no sólo ha supuesto que los Estados hayan levantado sus fronteras para favorecer la actuación de empresas multinacionales en sus propios territorios, sino también que estos agentes privados asuman cada vez mayor poder con respecto a los ciudadanos. Muchas de las funciones que antes desarrollaban los Estados, en materia de transporte o telecomunicaciones, por ejemplo, han sido cedidas a sectores privados, cuyo control escapa a los propios Estados. Son, además, entidades poderosas, con capacidad de influir en la vida de las personas y ante las cuales el ciudadano se encuentra generalmente en una situación de gran indefensión. No es fácil someter a estas entidades a Derecho, no sólo porque actúan en diferentes países y toman decisiones fuera de las fronteras de los Estados, sino también porque dichos actores tienen capacidad suficiente como para imponer sus propios intereses a las instituciones que marcan la decisión política.
No parece posible, ni deseable, frenar la globalización. Se trata de un fenómeno que es consecuencia de la facilidad de comunicación e intercambio existente en el mundo actual y que tiene, también, aspectos positivos para los Estados y sus habitantes. Ahora bien, hay que reconocer que el Estado de Derecho contemporáneo no está preparado para hacer frente a los riesgos que la globalización entraña, precisamente porque la idea de someter el poder a Derecho nace pensando en los poderes estatales públicos y en leyes que se aplican dentro de los territorios de cada Estado. Una respuesta adecuada exige admitir que el poder a limitar no sólo es el nacional, ni únicamente el público. Impone, además, reconocer que las normas que constriñen al poder y a las instituciones que las aplican deben ser, al menos, tan globales como las amenazas.