Así pues, la Constitución es, normalmente, un texto jurídico escrito que expresa los valores superiores de una comunidad y que organiza el poder dentro de ella. Pero este no era el significado inicial de las constituciones cuando surgieron en las postrimerías del siglo XVIII: la primera Constitución fue la norteamericana de 1787 (todavía vigente, con 27 enmiendas o adiciones posteriores), seguida por la francesa de 1791 (tras la Revolución) y muy pronto también por la española de 1812 (el Estatuto de Bayona de 1808 no es a mi juicio una “constitución” sino un texto de autolimitación del poder regio impuesto por un invasor extranjero aunque participaran españoles). Estas constituciones y tantas otras que le siguieron fueron el producto del “constitucionalismo”, un movimiento político que se inicia en Inglaterra en el siglo XVII, continúa por impulso de la Ilustración, en diversos países europeos (especialmente en Francia) y en las colonias inglesas en suelo americano durante el siglo XVIII y se extiende después por el mundo (con desigual fortuna). El “constitucionalismo” es muy variado en sus formas según los países y los periodos históricos de estos últimos 200 años, pero tiene un denominador común: el intento de limitar el poder del Estado (inicialmente, de los monarcas absolutos).
Este aliento de libertad (de ahí: “liberalismo”, palabra que aporta el constitucionalismo español), es decir, de limitación del poder político, se funda en dos vías (como modélicamente indica el art. 16 de la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del ciudadano de 1789): el reconocimiento de derechos individuales (que limitan el poder porque dibujan un perímetro de actuaciones que las personas pueden realizar o no libremente sin esperar interferencias ni represalias por parte de los agentes del poder) y la propia separación del poder político de modo que las distintas instituciones se limiten recíprocamente entre sí, estableciendo una forma de gobierno equilibrada.
Es decir, la idea inicial de “constitución” se emparenta no con cualquier sistema político, sino sólo con aquellos donde hay una efectiva limitación de los poderes y existe un “ánimo” de libertad. Por supuesto, la idea de libertad inicial se ha ido enriqueciendo y se han ido añadiendo otros valores constitucionales, como el de “igualdad”, tanto formal como real (por impulso, sobre todo, de los movimientos obreros y de izquierda). Desde este enfoque, la “constitución” del constitucionalismo no puede existir sin la democracia, sin la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones y sin una efectiva limitación del poder, política, a través de la separación de poderes, del juego de checks and balances, frenos y contrapesos, y una efectiva limitación jurídica del poder mediante un sistema creíble de derechos fundamentales. Y de ahí también que las constituciones democráticas suelan ser normas jurídicas del mayor rango jerárquico, por encima de las leyes del Parlamento y de los reglamentos del Gobierno y la Administración. Esto significa que el pacto constitucional (aprobado por el “poder constituyente”, el soberano: el pueblo, aunque sea a través de sus representantes electos) está por encima de todas las instituciones (el “poder constituido” por esa misma Constitución), ocupadas por las mayorías políticas del momento. La Constitución limita a las mayorías para que estas no hagan y deshagan a su antojo y protege a las minorías, que deben tener oportunidades reales de convertirse en las mayorías del futuro.
En este sentido, casi todos los Estados tienen constituciones escritas, pero sólo los países democráticos las tienen en sentido genuino (el resto serían ejemplos de “constituciones semánticas” –Karl Loewenstein). Por constitución democrática (aquella que no es un simple disfraz) debemos entender, pues, una norma jurídica escrita (en el caso británico existe, en realidad, esa norma jurídica pero en forma de costumbre o tradición), del mayor rango jerárquico, que expresa los valores y principios de una comunidad política, su contrato social, a partir del ideal democrático y que organiza y, sobre todo, limita el poder político. Porque el ADN de una constitución digna de tal nombre es el control del poder político.