La constitución es norma jurídica suprema, pero no todos sus artículos tienen la misma naturaleza, sino que son bastante diversos, y, por tanto, despliegan diferente eficacia. Podemos distinguir, entre otros, preceptos que reconocen:
(1º) Valores (o finalidades) y principios generales del sistema jurídico-político (el Título Preliminar de nuestra Constitución recoge muchos: la definición de España como Estado social y democrático de Derecho -1.1-, como monarquía parlamentaria -1.3-, los principios esenciales del Derecho -9-, etc.).
(2º) Normas completas que no requieren de un desarrollo normativo posterior, reconociendo derechos fundamentales –por ejemplo, art. 20.1.a: se reconoce y protege “el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción” (aunque la mayoría sí se ven completados ulteriormente en su regulación por leyes e incluso reglamentos) o creando instituciones y órganos.
(3º) Normas incompletas que precisan de un desarrollo normativo posterior para ser invocables ante los tribunales. El capítulo tercero del Título I de la Constitución, los principios rectores, son un magnífico ejemplo. A veces, cuando alguien quiere desacreditar a la Constitución como un texto repleto de promesas incumplidas, suele recordar que el art. 47 habla “del derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” o el art. 45 del derecho a “un medio ambiente adecuado”, entre otros. Pero estos preceptos se hallan en el capítulo tercero antes citado y, como indica el art. 53.3 CE, sólo podrán ser exigibles ante los tribunales de acuerdo con las leyes que los desarrollen. En otras palabras, aunque la Constitución les califique como “derechos”, en sentido estricto no lo son, no son derechos subjetivos, es decir, un poder que el ordenamiento entrega a su titular para que lo ejercite en el propio interés que es defendible ante y por los tribunales de justicia. Son principios. Y es que aunque la constitución tenga un enorme valor simbólico, no es un documento mágico que pueda crear por sí sola viviendas, escuelas, carreteras u hospitales. Eso depende de las posibilidades económicas y técnicas de un país. Reconocer algo en la constitución no significa poder crearlo de la nada. Los constitucionalismos latinos, a diferencia de los anglosajones, son muy dados a conceder un valor taumatúrgico a las constituciones; por eso suelen ser piezas de gran valor literario, pero poco realistas. Predomina el valor político sobre el estrictamente jurídico (y se obvia por completo la cuestión de los costes económicos). No obstante, esto no significa que las partes más “blandas” de una Constitución, como en nuestro caso el capítulo tercero del Título I, no sirvan para nada. Es verdad que no garantizan una buena vivienda para todos inmediatamente, pero ponen las bases para ello: jurídicamente, tienen un enorme valor interpretativo para los tribunales y, desde el punto de vista político, marcan objetivos irrenunciables para las instituciones, los legisladores y los gobiernos (estatal, autonómico y local). Una democracia tendrá mayor calidad cuanto mejor asegure los derechos sociales para todos.
(4º) Garantías institucionales: con ellas la constitución reconoce y garantiza una serie de instituciones anteriores a ella, que se consideran valiosas: autonomía local (137), el régimen foral de los territorios vasco-navarro (disposición adicional primera), las relaciones de colaboración con la Iglesia Católica (art. 9.3), etc. El legislador no puede suprimirlas o vaciarlas de contenido.
(5º) Remisiones al legislador, ordenando la regulación precisamente por ley y no por reglamento de determinadas materias (por ejemplo, 54, Defensor del Pueblo; 36, colegios profesionales, etc.)
(6º) Normas de reforma de la propia constitución: arts. 166 a 169 CE.
Por lo que ya vamos sabiendo de la constitución, por su importancia y por el carácter abierto de sus preceptos, podemos inferir que interpretarla no es tarea sencilla. Una de las cosas que más suele escandalizar a los no especialistas es que un mismo precepto pueda ser interpretado políticamente a través de leyes de muy distinto signo sobre el mismo asunto según el color de la mayoría del momento y jurídicamente mediante sentencias de diferente argumentación y fallo. Pero la constitución democrática es pluralista, como hemos visto, y por eso no sólo puede sino que debe poder ser interpretada, es decir, concretada o esclarecida en su significado, de diversas maneras que, incluso, pueden ir variando con el tiempo (interpretación evolutiva). Obviamente, el intérprete jurídico, el juez, no es libre por completo. El juez interpreta la norma, no la crea. Tiene que utilizar los cánones jurídicos de interpretación: la literalidad del texto, la intención de su autor, el contexto sistemático del precepto, la finalidad que persigue (interpretación teleológica), el contexto social en que ha de ser aplicada y también el marco de normas internacionales que obligan a nuestro país. Pero estos criterios ofrecen posibilidades de argumentación y fallo distintos de un mismo caso, sobre todo si es de los difíciles y conflictivos. El lector podrá comprobar esto en las páginas que dedicamos al análisis de los derechos fundamentales en nuestra Constitución.