Además de organizar y, sobre todo, controlar el poder político, las constituciones cumplen otras funciones:
(1ª) Integran o unen una comunidad política, por definición extraordinariamente compleja: un gran número de personas con muy diferentes condiciones personales y socio-económicas, a veces, incluso con profundas diferencias étnicas y territoriales. Sobre esto ha escrito muy bien un teórico alemán del periodo de Entreguerras, Rudolf Smend. La integración en una constitución democrática se logra por la participación activa de las partes y no por la dominación de una de ellas sobre el resto. En democracia, el pluralismo social, territorial o de cualquier otra clase no es algo simplemente a conllevar o a reprimir en aras de reducir al máximo la complejidad. Al contrario, es un valor a estimular. No hay democracia sin tolerancia a la diferencia y sin diálogo entre discrepantes. La democracia transforma los embates en debates. Y la constitución es el contrato social. Por eso, su método de toma de decisiones ha de ser el consenso: una fórmula que no es la ideal de ninguno de los actores participantes pero que todos ellos pueden llegar a aceptar. No es casual, en este sentido, que refiriéndose al pluralismo territorial, Smend hablara de “lealtad federal”, una actitud, la de lealtad, imprescindible en ese diálogo y en cualquier otro. La constitución debe equilibrar el reconocimiento de los elementos de pluralidad pero también los de unidad de la comunidad política (símbolos, instituciones, procedimientos, etc.)
(2ª) Proporcionan estabilidad política. Aunque ninguna norma jurídica puede preverlo todo y la vida política es dinámica, las constituciones deben poder adaptarse a los cambios y ofrecer cierta estabilidad en relación con las reglas de juego de una comunidad, reduciendo los eventuales momentos de conflictividad social. Por eso, las constituciones, a diferencia de las leyes, que se derogan por otras leyes posteriores con las mismas mayorías parlamentarias, requieren para su reforma mayorías más elevadas y procedimientos más complejos. Así se asegura esa estabilidad, impidiendo que los cambios los imponga la mayoría política del momento. Para reformar la constitución no basta la simple mayoría, hace falta un consenso más intenso por parte de las fuerzas políticas que representan a los ciudadanos. Esta dificultad para reformar la constitución se llama “rigidez” y es una garantía de la supremacía política y jurídica de la constitución.
(3ª) Las constituciones legitiman el poder político. El poder es la capacidad de imponer la voluntad a otro; pero el poder no durará mucho si se intenta mantener sólo por la fuerza (poder como potestas). Sólo perdurará si los sometidos a él lo aceptan como legítimo. En democracia, el poder lo tienen todos los ciudadanos (soberanía popular) y lo ejercen sus representantes libremente elegidos, que, además, no lo pueden todo porque los ciudadanos tienen derechos inviolables garantizados judicialmente. El poder existe en función de los derechos de las personas y no al revés. La constitución democrática legitima de ese modo el poder (poder como autoridad –“autoridad” proviene de “augere”, aumentar: la orden es “completada” por buenas razones para cumplirla). La potestas genera obediencia, la auctoritas respeto.
(4ª) Las constituciones ordenan el sistema jurídico de un país porque son ellas mismas las fuentes supremas de todo el ordenamiento y son norma normarum, “la fuente de las fuentes” ya que establecen qué instituciones pueden dictar normas jurídicas con arreglo a qué procedimientos y tipos normativos (leyes, tratados internacionales, reglamentos, etc.) Dos suelen ser las garantías que aseguran la supremacía normativa de la constitución: la rigidez, antes aludida, y la jurisdicción constitucional, esto es, la existencia de un orden judicial que vele por el cumplimiento de la constitución por encima de toda otra norma jurídica o conducta de cualquier agente estatal. Como la propia idea de constitución, la jurisdicción constitucional surge en Estados Unidos (judicial review, en una Sentencia del Tribunal Supremo Federal, Marbury v. Madison -1803). El Tribunal consideró que la Constitución era norma jurídica suprema y por tanto estaba llamado a actuar como tal cuando una ley la infringiera, inaplicándola. En Estados Unidos cualquier juez y tribunal ordinarios pueden inaplicar una ley por considerarla inconstitucional; son los tribunales superiores los que van unificando las interpretaciones distintas a través de los “precedentes”, que vinculan como si fueran leyes (en los ordenamientos anglosajones las decisiones de los tribunales son vinculantes; en los continentales como el nuestro, no, al menos directamente). Esto se llama jurisdicción constitucional “difusa”.
Pero en Europa, en los años 20 del siglo XX, por la influencia de un gran jurista austriaco, Hans Kelsen, se recibe la idea de jurisdicción constitucional norteamericana pero no encomendando la tarea a los jueces ordinarios, que él consideraba demasiado ligados a los estamentos conservadores y a la monarquía (“no se puede entregar el cuidado de las ovejas al lobo”), sino a una institución nueva: los tribunales constitucionales. Surge así la jurisdicción constitucional “concentrada”. Estos tribunales especiales operan como un auténtico tribunal, pero es independiente del poder judicial ordinario, con un modo de designación de sus magistrados diferente y cuyas decisiones tienen mayor fuerza de obligar. Eso explica por qué en Estados Unidos el mismo Tribunal Supremo federal es tribunal supremo y tribunal constitucional, mientras que en España (Italia, Alemania, etc.) existe un Tribunal Supremo y un Tribunal Constitucional.