Como hemos visto, la idea de constitución ha ido evolucionando, se ha extendido, pervirtiendo en muchos casos la noción original, y, al mismo tiempo, tal extensión ha generado pérdida de intensidad. Incluso la normatividad y la legitimidad de las constituciones de Estados democráticos sufren actualmente un cierto periodo de erosión (aunque no haya alternativas mejores disponibles: esta es la lección que Europa aprende tras las guerras mundiales).
Un factor evidente es la importancia creciente del Derecho internacional, sobre todo, del Derecho de la Unión Europa, que prima sobre todos los derechos nacionales de los Estados nacionales, incluidas sus constituciones, aunque el art. 9.1 de la Constitución española establece el principio de supremacía de la Constitución. La Declaración del Tribunal Constitucional 1/2004 sostuvo que no hay contradicción en ello porque el Derecho de la Unión prevalece sobre el español porque así lo permite la Constitución española que por eso sigue siendo la norma suprema. Más allá de esta ingeniosa respuesta, lo cierto es que la supremacía constitucional se ve superada por el Derecho de la Unión (en el caso español ha provocado precisamente las dos reformas constitucionales que ha habido) pero también por el derecho internacional de los derechos humanos (con el sistema de Naciones Unidas y sobre todo el del Consejo de Europa con el Tribunal europeo de derechos humanos: el art. 10.2 de nuestra Constitución ordena interpretar nuestros derechos fundamentales a la luz de este derecho internacional). Los Estados son entidades demasiado pequeñas para decir algo significativo en la economía globalizada, pero demasiado grandes como para albergar sin conflictos la creciente complejidad y pluralidad social y territorial que existe en su interior. De ahí que las constituciones de los Estados a duras penas puedan ser hoy, de hecho, el documento de mayor valor político de la comunidad.
Por otro lado, las cíclicas y devastadoras crisis económicas también fragilizan la idea de constitución porque muchas personas se preguntan de qué les sirve tener una constitución democrática si eso no les garantiza los derechos sociales más elementales como un trabajo decente. La idea de constitución es hija del constitucionalismo que es un movimiento ligado a la idea de progreso de las libertades. La última crisis económica ha provocado más desigualdad. Podríamos hablar de un constitucionalismo de la abundancia y otro de la escasez, bien diferentes. El dinamismo mundial a partir de los atentados de las Torres Gemelas ha sido el de priorizar la seguridad más que la libertad, debilitando, por cierto, a ambas. Es decir, quizá no estemos en un momento de “progreso”, sino de “regreso”, con la convicción generalizada de que nuestros hijos vivirán peor económicamente que sus padres en un mundo más inseguro y con menos libertad e igualdad. El futuro ya no es el que era. La pérdida de sentimiento de adhesión constitucional es visible en España en relación con las generaciones más jóvenes, que ni siquiera participaron en la aprobación de la Constitución o en sus reformas posteriores (porque apenas ha habido y porque no se sometieron a referéndum).
Ante estas dificultades, emergen los populismos de todo signo, que coinciden en negar valor a las constituciones. Esto no es nuevo. La derecha extrema nunca se lo concedió y tampoco la izquierda radical: la constitución sería una simple hoja de papel sin mayor valor, salvo para consagrar los privilegios de la burguesía. Los populismos actuales, entre los que cabe incluir a los nacionalistas, dividen a la población dentro de un país, señalando unos enemigos (la casta, los españoles, etc.) y proponiendo un cambio radical de régimen con otros principios fundacionales. En el caso español tenemos que añadir, además, que algunos sectores de la izquierda niegan legitimidad democrática a la Constitución vigente, que consideran impuesta por los descendientes políticos del dictador Franco. Y a todo ello debemos sumar la enorme ignorancia social sobre las bases más elementales de la constitución. Por eso, la idea de constitución en general y en España en particular no es tan pacífica, unánime y positiva como se pudiera imaginar en principio.
En España la crisis constitucional más grave es, sin duda, la territorial. El Estado de las Autonomías ha funcionado razonablemente, aún con deficiencias, pero se somete al envite independentista en diversos territorios. Por otro lado, hace falta un nuevo modelo de financiación autonómica (cómo repartir la tarta) y también redefinir mejor las competencias del Estado y de las Autonomías. Tampoco es óptimo el encaje de las entidades locales en la arquitectura de poderes. Además, todas las instituciones estatales requieren, 40 años después, de una reforma más o menos profunda: la monarquía, las Cortes, las administraciones públicas, el poder judicial, el tribunal constitucional, etc.
Pese a todo, la Constitución de 1978 sigue funcionando con su mala salud de hierro. Y sigue siendo la única Constitución democrática de verdad que hemos tenido en la historia de España; la que ha propiciado la mayor etapa de progreso social y económico y la que nos ha homologado a los países democráticos, superando nuestro proverbial ostracismo.