El art. 1.1 de la Constitución proclama, entre los valores inherentes al Estado social y democrático de Derecho, el pluralismo político. Como afirmaba G. Sartori en Partidos y Sistemas de Partidos (1980) este presupone, a su vez, el pluralismo cultural. En la actualidad, y frente a lo que ocurre en los regímenes autoritarios, se reconoce que la diferencia, y no la semejanza, el disentimiento y no la unanimidad, el cambio y no la inmutabilidad son los factores que facilitan la convivencia. Parte del convencimiento de que nadie es depositario de la verdad por naturaleza o por inspiración divina y que, por ello, la verdad puede alcanzarse sólo a través de la discusión y del encuentro entre las posiciones más diversas.
El pluralismo político señala hacia la diversificación del poder y, en términos más exactos, hacia la existencia de una pluralidad de grupos, dotados de ideologías diversas que dan expresión a la manera de concebir el mundo de quienes los integran. Este valor no niega la regla de la mayoría, aunque la corrige porque, para evitar su tiranía, impone el respeto de los derechos de la minoría. Exige, pues, el derecho de la oposición a participar y a expresar libremente su opinión con el objetivo de influir en la decisión mayoritaria y transformarse en mayoría en algún momento.
Las democracias actuales son democracias de partidos, y así lo recoge el art. 6 CE. Para evitar que vuelva a implantarse en nuestro país un sistema de movimiento único, como era el Franquismo, dicho precepto, muy similar a otros de nuestro entorno, declara que dichas formaciones expresan el pluralismo político. Para llevar a cabo esta finalidad atribuye a los partidos políticos dos funciones esenciales: de un lado, concurrir a la formación de la voluntad popular, aglutinando a sus miembros y votantes entorno a ideologías, a cuyo servicio ponen una estructura estable; de otro, constituir el principal cauce para llevar la pluralidad de opiniones existentes en la sociedad a las instituciones públicas, sobre todo mediante las elecciones.
Como los partidos políticos son los pilares básicos de nuestra democracia, el art. 6 CE impone dos reglas acerca de su funcionamiento. Por ser concreciones del derecho de asociación reconocido en el art. 22 CE, el art. 6 proclama la libertad, no sólo a la hora de crear partidos, sino también en el ejercicio de sus funciones. Ahora bien, dado que dichas formaciones cumplen fines de relevancia constitucional, el mismo precepto impone que la estructura y funcionamiento de los partidos deben ser democráticos.
Esta exigencia juega en un doble plano. De un lado, actúa hacia el interior del partido, en la estructura y en la toma de decisiones, incluida la elección de cargos y candidatos. Ahora bien, como consecuencia del principio de libertad, los partidos, gozan también de un amplio margen de autonomía en estos ámbitos. Las distintas formaciones pueden concretar, en sus estatutos, formas diferentes de organización y reconocer a sus afiliados distintas maneras de participar en la vida interna del partido, distinguiendo, por ejemplo, entre simpatizantes y militantes, entre elecciones directas o indirectas de los cargos y candidatos del partido. La democracia actúa, también, en las relaciones del partido hacia el exterior, porque están obligados a respetar el pluralismo político. En nuestro país no existe, como en Alemania, una democracia militante, dado que no se prohíben partidos antidemocráticos o que promuevan la revisión del propio marco constitucional. Lo que se excluye son organizaciones que actúen violentamente o que vulneren los derechos humanos. Como asociaciones que son, deben respetar los límites impuestos en el art. 22 CE, esto es, no pueden ser asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito, ni tener carácter secreto o paramilitar.
Desde el comienzo del Estado liberal, los partidos políticos han sido objeto de críticas, porque cada uno de ellos defiende puntos de vista que no son compartidos por los otros. En los últimos tiempos se han recrudecido estos reproches, ya que se les acusa de ser organizaciones que funcionan como empresas, más preocupados por la continuidad de sus élites que por los intereses de los ciudadanos. También se denuncia su excesiva influencia en instituciones que, como el Tribunal Constitucional o el Tribunal de Cuentas, fundamentan su legitimidad en el carácter técnico de sus funciones. Al margen del fundamento de este tipo de observaciones, conviene no olvidar que la acción conjunta es siempre más eficaz que la acción aislada de los individuos, por lo que es natural agruparse para conseguir determinados objetivos. Podemos cambiar el nombre, pero siempre han existido, y existirán, grupos que funcionen como partidos. La experiencia europea durante los regímenes fascistas y las dictaduras del proletariado enseña, además, que las consecuencias de suprimir los partidos políticos son mucho más adversas que las de protegerlos constitucionalmente. El desafío consiste, pues, en llevar a la práctica de manera más contundente las exigencias que la Constitución impone.