La participación política aparece configurada como derecho fundamental en el art. 23 CE, que dispone que los ciudadanos tienen derecho a participar en los asuntos públicos directamente o a través de representantes elegidos por sufragio universal. Nuestra norma fundamental, al igual que sucede en todos los países de nuestro entorno, configura una democracia eminentemente representativa, en la que los ciudadanos delegan la toma de decisiones en los asuntos públicos en personas que adquieren el cargo, de manera temporal, tras los comicios. Estos representantes no están ligados, además, por mandato imperativo hacia los electores. Desde los orígenes del Estado liberal y hasta hoy, se entiende que el mandato que reciben de los electores no está vinculado por órdenes o instrucciones, ni tan siquiera por su programa electoral. Una vez que son elegidos, tienen la capacidad de interpretar sus promesas conforme a su propio criterio y en función de la coyuntura política, sin que quepa revocarlos aun en caso de que no las cumplan. La única forma de control que se reconoce al elector consiste en no renovarles la confianza en las siguientes elecciones.
La separación entre representados y representantes es el aspecto más criticado de la democracia contemporánea. Para valorar adecuadamente estos reproches hay que tener en cuenta dos factores. El primero es que, en sociedades tan diversificadas como las nuestras, el electorado no siempre emite unas instrucciones claras y definidas. Es verdad que los programas políticos son compromisos que, en principio, los representantes asumen frente a los representados. Pero el cumplimiento de esas promesas no depende siempre del elegido, sino de factores tan variables como la fuerza que su partido tiene en el parlamento, las negociaciones y acuerdos que deba establecer con quienes defienden otros puntos de vista o los compromisos asumidos a nivel internacional. Esto no supone que no sea posible, ni necesario, exigir responsabilidad a quienes ostentan cargos públicos. Significa subrayar que la representación no es identidad y que la distancia entre representantes y representados, lejos de ser un defecto, es una consecuencia obligada del pluralismo.
El segundo factor a valorar es que, desde el periodo de entreguerras, las democracias contemporáneas contemplan formas de democracia en que los ciudadanos tienen mayor protagonismo. Nuestra Constitución, contiene una sola institución de democracia directa, esto es, el referéndum, que puede versar sobre normas jurídicas (como son los Estatutos de Autonomía o la reforma de la propia norma fundamental) o sobre decisiones políticas de especial trascendencia (art. 92 CE). En todas estas ocasiones, es el cuerpo electoral quien toma directamente la decisión. Existen, también, instituciones de democracia participativa, esto es, cauces que permiten a los ciudadanos presentar propuestas a las instituciones, que son las únicas que pueden tomar la decisión. Este es el caso de la iniciativa legislativa popular contenida en el art. 87.3 CE, mediante la cual medio millón de ciudadanos pueden presentar iniciativas legislativas al Congreso de los Diputados.