Caracterización general
El 18 de julio de 1936 se inició la guerra civil española. A partir de esa fecha, en el territorio español existieron dos Estados: el republicano y el «nacional», que llegó a perdurar casi cuarenta años. Lo que interesa subrayar es justamente ese condicionamiento de origen: el régimen franquista, la versión española de lo que genéricamente se denomina fascismo, es el régimen impuesto por los vencedores de una guerra civil, provocada por la sublevación de una parte del Ejército contra las autoridades legítimas de la II República, unos vencedores que no supieron administrar su victoria con generosidad, que no buscaron en ningún momento la reconciliación con la España de los perdedores.
Este dato fundacional va a marcar toda su trayectoria. A diferencia de otros fascismos europeos, es la victoria en la guerra la fuente de legitimación política y el punto de referencia permanente del régimen nacido el 18 de julio: el recuerdo vivo de la contienda civil como factor de división de los españoles estará presente hasta el final. Y se cultiva el discurso maniqueo de las dos Españas irreconciliables: la gloriosa e imperial, reserva espiritual de Occidente, martillo de herejes, la de los Reyes Católicos y la Inquisición; y la anti-España, contaminada por ideas extrañas a la tradición nacional (liberalismo, marxismo, separatismo), el enemigo que no descansa (la “conspiración judeo-masónica”).
Si hay un rasgo esencial de este régimen, ése es, sin duda, el de que el centro de decisión política, el gran aglutinante por encima de grupos o familias, es el general Franco, que acumula en su persona todos los poderes (de forma vitalicia, además): jefe del Estado, jefe del Gobierno (hasta 1973), jefe del partido único y Generalísimo de los Ejércitos. En este sentido, el término «caudillo» es muy ilustrativo: se concibe el caudillaje como una jefatura personal, carismática, providencial, que sólo responde ante Dios y ante la historia.
En cuanto a la naturaleza o caracterización general del franquismo, los especialistas discrepan a la hora de catalogar este régimen. Con el tiempo, el franquismo evolucionó. Su fisonomía se transformó paulatinamente y del sistema totalitario inicial, con grandes dosis de represión (basta recordar las ejecuciones y depuraciones en plena guerra y en la inmediata postguerra), con una presencia asfixiante del nuevo Estado, que reclamaba la adhesión activa de los ciudadanos, un control absoluto de los medios de comunicación (con una estricta censura previa y una incesante propaganda) y un clima de exaltación ideológica que no dejaba espacio para la indiferencia o la neutralidad, se pasa a un esquema que sigue siendo autoritario, desde luego, pero resulta algo más flexible (se relaja un poco la presión y se prescinde de la escenografía totalitaria de la primera hora, como el saludo fascista).
Fase totalitaria (1936/1939-1955)
La dictadura franquista es el resultado de la resistencia de los sectores más conservadores de la sociedad española al proceso de cambio político que se abre con la caída de la Monarquía en 1931 y que estos sectores interpretan como un asalto revolucionario al poder por parte de las organizaciones obreras. Es el fruto de un movimiento contrarrevolucionario que pretende restaurar los valores tradicionales: el orden, la propiedad privada, la familia, la religión católica. Estos sectores lograron imponerse mediante un instrumento que les resultaba próximo: las Fuerzas Armadas, que tras vencer en la guerra ocuparán por derecho propio una posición privilegiada, sobre todo en los primeros momentos del régimen.
En un primer momento, en julio de 1936, nada más iniciarse la guerra civil, se crea por decreto una Junta de Defensa Nacional, presidida por el general Cabanellas «que asume todos los poderes del Estado». Pero tres meses más tarde, un decreto de 29 de septiembre designa a Franco «jefe del Gobierno del nuevo Estado» y Generalísimo de los Ejércitos, otorgándole todos los poderes. Además, el Decreto de unificación de abril de 1937 dispuso la fusión de Falange y los Requetés (Comunión Tradicionalista) en una sola organización política: Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Será desde entonces el partido único (se disolvieron los demás y se confiscaron sus bienes) cuya jefatura nacional corresponderá al propio Franco. Por si no fuera suficiente tal acumulación de cargos, una ley de enero de 1938 le atribuirá la suprema potestad de dictar leyes a título personal, que conservará hasta su muerte.
Franco no oculta en esa primera fase sus simpatías por las potencias del Eje (Alemania e Italia) y su solidaridad con la Alemania nazi se traduce en el envío de la División Azul al frente ruso en 1940. Pero ya en 1942 cambia el signo de la II Guerra Mundial y se vislumbra el triunfo final aliado. Y entonces Franco repliega velas y vuelve a adoptar una posición de neutralidad, iniciándose una política de acercamiento a los aliados, sin dejar de ser furibundamente anticomunista. Este movimiento táctico para superar el aislamiento y adaptarse a la nueva coyuntura internacional incluye dos operaciones:
a.Por un lado, comienzan a ser desplazados de las altas instancias del Estado los sectores falangistas, mientras aumenta la presencia en el Gobierno de hombres procedentes de organizaciones católicas. A partir de 1945, los ingredientes ideológicos y simbólicos fascistas, sin llegar a desaparecer nunca del todo, pasan a un segundo plano y la Falange inicia su transformación de partido único con vocación totalitaria en burocracia, en el Movimiento, una estructura que poco a poco pierde fuerza y se somete a un proceso de hibernación. Desde finales de los años 40, el régimen aparece ya como una dictadura de derechas, de ideología conservadora, tradicional.
b. La segunda operación es de más largo alcance: se pone en marcha un proceso de institucionalización del régimen para darle revestimiento institucional, sin merma alguna del poder absoluto de Franco. Se trata de dar una imagen más civil, más moderada. El propio Caudillo dicta una serie de disposiciones que se denominarán Leyes Fundamentales del Reino. No se trata obviamente de una Constitución en sentido estricto, porque ni es fruto de la voluntad popular ni cumple la función de limitar el poder.
Así, en 1942 se dicta la Ley constitutiva de las Cortes, que crea no un Parlamento sino un órgano que colabora con el Caudillo en la elaboración de las leyes. La composición de este órgano irá variando con el tiempo, pero siempre sobre la base de una representación corporativa (democracia orgánica), que se articula a través de tres cauces: la familia, el sindicato y el municipio
En 1945 Franco promulga el Fuero de los Españoles, que pretende ser algo parecido a una declaración de derechos, pero sin efectividad alguna. Pura retórica. La vigencia real de esos derechos proclamados quedaba supeditada a su posterior desarrollo legislativo, desarrollo que no se produjo o tuvo un cariz netamente restrictivo (su ejercicio se sometía a un régimen de autorización previa, como en la Ley de asociaciones de 1964). Por no hablar de las limitaciones establecidas en el propio texto o de la posibilidad de suspensión de estos derechos por simple Decreto-Ley. Se trata además de una declaración incompleta, porque no se reconoce, por ejemplo, el derecho de asociación política o sindical, ni el derecho de huelga, ni la libertad religiosa.
En todo caso, la concepción de las libertades a lo largo de los 40 años de dictadura es la propia de un militar, que dirigía el país como si fuese un cuartel, aplicando las recetas más rancias del autoritarismo castrense: orden, disciplina y mano dura frente a la subversión. Con esa mentalidad y esos métodos expeditivos, las libertades brillan por su ausencia o están estrechamente vigiladas y no hay garantías de ningún tipo. En el terreno político, no hay espacio para el pluralismo ni se tolera la más mínima manifestación de oposición al régimen. Las normas destinadas a combatir la subversión política se suceden, atribuyendo incluso el conocimiento de una serie de delitos comunes y políticos, severamente castigados, a los tribunales militares (por un procedimiento sumarísimo).
Pero probablemente la norma de mayor trascendencia en este período es la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947 (ratificada en referéndum). Esta Ley fija en su art. 1 la forma política que definitivamente va a asumir el Estado: de acuerdo con su tradición, España se constituye en Reino (un Reino sin Rey, por el momento).
Los frutos de esta política cosmética, de maquillaje, no se hicieron esperar. Tras una etapa de aislamiento, el régimen franquista logra a mediados de los años 50 ganar cierta respetabilidad internacional en el contexto de la guerra fría que enfrentaba a los dos bloques (la coyuntura le favorece como bastión anticomunista). En 1953 se firma, por un lado, el Concordato con el Vaticano, y por otro, los acuerdos con los Estados Unidos, en virtud de los cuales España pasa a ser un fiel aliado y cede su territorio para la instalación de bases militares norteamericanas.
Fase autoritaria: la liberalización económica (1955-1975)
A finales de los años 50, los partidarios de una liberalización económica ganan la batalla interna a los defensores de la autarquía económica y la ortodoxia ideológica. Acceden al Gobierno los llamados tecnócratas, políticos conservadores pero más pragmáticos en el terreno económico, convencidos de las virtudes del libre mercado. Los tecnócratas emprenden una limitada racionalización y modernización de la Administración al tiempo que adoptan un discurso muy alejado de la retórica al uso en etapas anteriores: eficacia y desarrollo son las nuevas consignas (menos ideología y más renta per cápita). En la década de los 60 el país comienza a transformarse, a salir de una fase de estancamiento de más de veinte años. El Plan de Estabilización de 1959 marca el punto de partida de un fuerte crecimiento económico. El régimen se beneficia de la fase de expansión económica de los años 60, gracias sobre todo al impulso del turismo, las remesas de los emigrantes y la inversión extranjera. La dictadura se consolida, pero paradójicamente en esa modernización se esconde el germen de su futura desintegración.
En esta fase culmina el proceso de consolidación institucional. En 1958, para tranquilizar a la vieja guardia del régimen, Franco dicta la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, que viene a ser una síntesis de las leyes anteriores. Estos principios se declaran permanentes e inalterables. En el año 1966 se aprueba la Ley de Prensa que flexibiliza parcialmente el riguroso régimen al que había estado sometida la prensa hasta entonces (la censura previa da paso al depósito previo y a un posible secuestro administrativo). Pero esta tímida liberalización es sólo relativa. En último término, las posibilidades de ejercicio de esa libertad dependían del criterio de las autoridades en cada momento. Buena prueba de ello son las sanciones administrativas y los secuestros de todo tipo de publicaciones que se van a producir.
Ese mismo año (1966) se aprueba la Ley Orgánica del Estado, la séptima y última Ley Fundamental. Consagra los principios de unidad de poder y coordinación de funciones: Franco detenta la soberanía y ejerce el poder político supremo. Pero presenta algunas novedades, como la figura del presidente del Gobierno (designado por Franco entre tres candidatos propuestos por el Consejo del Reino); y la incorporación de los procuradores en Cortes del tercio familiar, únicos elegidos por sufragio directo de cabezas de familia y mujeres casadas (dos por provincia; el resto por cooptación).
Pese a todos estos intentos de racionalización, el régimen resulta cada vez más anacrónico: el desfase entre la sociedad y el sistema político se hacía cada vez más patente. La sociedad española a finales de los 60 ya no era la sociedad agraria de los 40. Con el aumento del nivel de vida, con el acceso de amplias capas sociales a la educación, la multiplicación de los contactos con el exterior y el intenso proceso de urbanización, no sólo se transformó el tejido social y económico, sino también la mentalidad: la sociedad española se va haciendo paulatinamente más tolerante, más racional y moderna, más laica, más predispuesta a la reconciliación. En sus generaciones más jóvenes plantea ya cierto grado de contestación. Frente al creciente dinamismo de la sociedad, el Estado carece de respuestas apropiadas, incapaz de afrontar los nuevos conflictos que afloran: por un lado, resurgen los nacionalismos periféricos que Franco quiso extirpar por las bravas (ETA comete su primer asesinato en 1968); por otro, se multiplican las acciones reivindicativas del movimiento obrero. Además, las relaciones con una parte de la prensa, de los profesionales y los estudiantes universitarios son tensas, e incluso con la Iglesia católica ya no existe la complicidad que llevó a bautizar la sublevación como Cruzada, con la bendición de la jerarquía eclesiástica. En definitiva, al régimen se le complican las cosas, aunque el antifranquismo militante siga siendo minoritario. En 1969, Franco toma una decisión muy importante para apuntalar la continuidad del régimen: la designación de D. Juan Carlos de Borbón como Sucesor a título de Rey. Y cuatro años después, en 1973, decide nombrar al almirante Carrero Blanco, su fiel escudero, presidente del Gobierno (con la intención de que tutelase los pasos del futuro Rey). Pero con la muerte en atentado terrorista de Carrero en diciembre de 1973, ese guion continuista se vino abajo.
La muerte de Carrero desencadena una batalla por la sucesión. Dentro del régimen, se observan ya distintas tendencias de cara al futuro. Unos permanecen fieles a los principios del régimen, que consideran intocables. Otros toman conciencia de que las cosas no pueden ser iguales: son los reformistas, que defienden una aproximación a los sistemas democráticos europeos. Respetan el legado del franquismo, pero miran al futuro.
En su declive, paralelo a la decadencia biológica del dictador, el régimen levanta ligeramente el pie del acelerador de la represión, pero no baja la guardia ni abandona los métodos autoritarios. En 1963 se creó el Tribunal de Orden Público (TOP). Y a pesar de todo el esfuerzo de maquillaje político, el franquismo acaba como empezó, ejecutando a los que consideraba como sus enemigos. En septiembre de 1975, cuando se presiente el final del dictador, son ejecutados tres miembros del FRAP, un grupo terrorista de extrema izquierda, y dos de ETA, tras los correspondientes consejos de guerra sumarísimos.
Franco cae gravemente enfermo en octubre y muere el 20 de noviembre de 1975, siendo enterrado en el Valle de los Caídos (dato significativo por su simbolismo: un lugar vinculado a la guerra civil).