Saltar la navegación

La Segunda República

Introducción

La Segunda República llega, como la Primera, sin violencia, y despierta grandes expectativas. Pero España sigue siendo un país atrasado y pobre, con altas tasas de analfabetismo e importantes divisiones sociales e ideológicas. En 1929 se había producido una crisis económica global (la «gran depresión») y la cifra de desempleados no deja de crecer. Los conflictos no dieron tregua y se fueron radicalizando.  Y la excesiva fragmentación partidista obstaculizó la toma de decisiones.

La II República pasó por cuatro fases: Gobierno provisional (1931); Bienio progresista (1931-1933); Bienio conservador (1933-1936) y Gobierno del Frente Popular (1936-1939).

Proclamada la República el 14 de abril de 1931, el Gobierno provisional presidido por Alcalá-Zamora deja muy clara su voluntad de restaurar el régimen de libertades desmantelado en la etapa precedente. Y se adoptan medidas en este sentido. Pero como Gobierno de “plenos poderes” (Decreto de 15 de abril) hace uso también de esas facultades excepcionales para suspender temporalmente algunos periódicos, practicar detenciones prolongadas, prohibir reuniones y manifestaciones o incautar propiedades. Pese a ello, un mes después de la proclamación de la República, el 12 de mayo, ya se declaró en Madrid el estado de guerra, que se extenderá muy pronto a otras provincias del sur de España, donde se registraron enfrentamientos entre las fuerzas del Ejército y grupos de sindicalistas. El Ejército interviene en diversos lugares para restablecer el orden.

El clima de incertidumbre, desorden e inestabilidad social (con graves sucesos como la quema de iglesias y conventos, imputable en parte a las organizaciones anarquistas), obliga al nuevo Gobierno a presentar apresuradamente ante las Cortes constituyentes elegidas a finales de junio un proyecto de Ley de Defensa de la República, que será aprobado finalmente el 21 de octubre. En su intervención en defensa del proyecto de ley, el Presidente del Gobierno, M. Azaña, que acababa de sustituir a Alcalá-Zamora al frente de un Ejecutivo sostenido por la holgada mayoría republicano-socialista, justificó la iniciativa apelando a la necesidad de proveer a la República de todos los medios legales necesarios para defenderse de cualquier conjura o peligro e imponer su autoridad.

Lo cierto es que ni siquiera con un instrumento represivo y autoritario como esta Ley consiguió la República mantener el orden en la calle y neutralizar la ofensiva de los monárquicos católicos y la CNT, la central anarcosindicalista que había optado por una estrategia insurreccional. En este agitado período, los sindicatos obreros (CNT y UGT) convocaron numerosas huelgas sectoriales y generales. Y la situación en algunos sectores, como el de los jornaleros agrícolas de Andalucía o Extremadura, era explosiva.

La Constitución de 1931

En el mes de diciembre de 1931, y sobre la base del anteproyecto elaborado por una comisión de juristas presidida por Ángel Ossorio, las Cortes Constituyentes (elegidas en los comicios del 28 de junio) aprueban la Constitución «en uso de la soberanía de que están investidas», un texto muy avanzado para la época. Representaba una ruptura total respecto del régimen anterior. España se define como una “República democrática de trabajadores de toda clase”. Y se consagra el sufragio universal (que se hizo efectivo con una ley posterior de 1933), incluyendo, por primera vez, el voto de las mujeres.

a) Instituciones

La forma de gobierno de la República es parlamentaria. Se distingue entre Jefe del Estado y Presidente del Gobierno. El Jefe del Estado, Presidente de la República, con un mandato de seis años, no es elegido por el pueblo, sino por las Cortes (unicamerales). Sus competencias son importantes: elección del Presidente del Gobierno (limitada por la responsabilidad de éste ante las Cortes), aprobación de decretos de urgencia, posibilidad de veto suspensivo de las leyes, potestad de disolución de la Cámara, etc. Pero puede ser destituido si así lo decide la mayoría absoluta de las Cortes y un cuerpo de compromisarios elegidos de la misma forma prevista para su designación. La Constitución diseña pues un legislativo fuerte, capaz de exigir responsabilidad política al Gobierno y al Presidente de la República. Este promulgará las leyes aprobadas por las Cortes, pero podía solicitar una nueva deliberación de la Cámara (siempre que ésta no hubiera declarado urgente la ley por una mayoría de dos tercios). Las Cortes podían levantar ese veto suspensivo por idéntica mayoría de dos tercios. El cuerpo electoral podía, mediante referéndum abrogativo, rechazar una ley aprobada por las Cortes. Y el Gobierno podía dictar Decretos-leyes por razones de urgencia. Fueron Presidentes de la República Alcalá-Zamora (1931-1936) y Azaña (desde mayo de 1936 hasta el final de la Guerra Civil).

El Gobierno se compone de un Presidente del Consejo y los Ministros. Se prevé una moción de censura para derrocar al Gobierno o a cualquiera de sus ministros (art. 64), que requiere para su aprobación el voto a favor de la mayoría absoluta de los diputados.

b) La organización territorial: el Estado integral

La Constitución opta por una organización territorial descentralizada. La «cuestión regional» seguía siendo una asignatura pendiente. Las experiencias «centralistas» y «federalistas» habían resultado decepcionantes, y el constituyente republicano diseña una forma territorial de Estado inédita: un «Estado integral». Maciá proclama el «Estado catalán» el 14 de abril de 1931, horas antes de proclamarse la República, y esta primera crisis se resuelve con un acuerdo entre los gobiernos catalán y español, en cuya virtud aquél abandona la idea de la República catalana y éste pone en marcha la elaboración de un Estatuto para Cataluña, en paralelo al proceso constituyente (de hecho, se aprobó antes que la propia Constitución).

La Constitución no establece un mapa de las Regiones Autónomas, sino que se limita a prever el procedimiento de acceso a la autonomía, la misma fórmula que adoptará años más tarde el constituyente de 1978. Podían acceder a la autonomía «una o varias provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes» (art. 11). El reparto de competencias se basaba en una lista de materias sobre las que el Estado tenía competencia exclusiva, y las restantes podían ser asumidas por sus Estatutos.

c) Derechos

El Título III de la Constitución contiene una extensa declaración de derechos de los españoles, que pone el énfasis en la igualdad como nuevo principio estructural, como valor estelar. Así se recoge en el art. 25: «no podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas». Como manifestación específica de este principio, consagrado también en el art. 2 («Todos los españoles son iguales ante la ley»), se proclama la igualdad entre hijos legítimos e ilegítimos y la igualdad de derechos de los cónyuges (art. 43), añadiéndose que el matrimonio «podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación en este caso de justa causa». Otro cambio importante es la despenalización del amancebamiento y el adulterio.

En cuanto a los derechos clásicos de libertad, se reconoce en primer lugar la libertad religiosa y de conciencia, sin discriminación alguna, y la libertad de cultos, siempre que se ejerza privadamente, porque las manifestaciones públicas del culto tenían que ser autorizadas en cada caso por el Gobierno (art. 27), una cautela carente de justificación. Este reconocimiento cobra todo su sentido en el marco de un Estado laico, no confesional («El Estado español no tiene religión oficial», se dice en el art. 3). Los poderes públicos dejan de contribuir al sostenimiento de la Iglesia católica.

Pero en el art. 26 se prevé la disolución de aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impongan un voto de “obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado»  (se está pensando en la Compañía de Jesús, que sería disuelta en enero de 1932 y sus bienes nacionalizados). Todas las confesiones serán consideradas como asociaciones sometidas a una ley especial, cuyos principios básicos, sumamente restrictivos, se enuncian en el citado precepto (disolución de las que constituyan un peligro para la seguridad del Estado; limitaciones para adquirir o conservar  bienes; prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza; posible nacionalización de sus bienes, etc). La Ley de Congregaciones Religiosas de 1933 responderá a esos criterios. No era, desde luego, una fórmula prudente, de concordia. Se impuso la versión más radical del laicismo defendida por Azaña en su célebre discurso del 13 de octubre ante las Cortes («España ha dejado de ser católica» y en función de esa premisa ha de organizarse el Estado). Esta legislación hostil enconó aún más las tensas relaciones con la Iglesia y provocó que muchos católicos se distanciaran de la causa republicana.

En el apartado de libertades públicas, se reconoce el derecho a emitir libremente ideas y opiniones «sin sujetarse a previa censura», y se prohíbe de forma expresa tanto el secuestro administrativo de publicaciones como la suspensión gubernativa de un periódico (art. 34), pero esta garantía fue soslayada por la aplicación de la Ley de Defensa de la República, primero, y de la Ley de Orden Público de 1933, después. La libertad de asociación comprende por primera vez el derecho constitucional a constituir sindicatos (art. 39).  Pero estas libertades públicas, al igual que las garantías del detenido y la inviolabilidad del domicilio, podían ser suspendidas total o parcialmente,  por decreto del Gobierno, cuando así lo exigiese la seguridad del Estado, por un plazo máximo de 30 días y siempre en supuestos de notoria e inminente gravedad. Eso era lo que decía el art. 42, que exigía como requisito indispensable la intervención posterior de las Cortes para ratificar la suspensión acordada por el Gobierno. Los sucesivos Gobiernos recurrieron de forma sistemática a la declaración de algunos de los estados de excepción previstos en Ley de Orden Público de 1933, que sustituyó a la Ley de Defensa de la República (y prolongaría su vigencia hasta el año 1959). No hubo prácticamente períodos de normalidad constitucional.

En el tratamiento de los derechos políticos la Constitución de 1931 incorpora algunas novedades de gran entidad. Se reconoce el sufragio universal sin distinción de sexo de los ciudadanos mayores de 23 años (art. 36). Una decisión que se adoptó tras un apasionado debate en el que, curiosamente, la diputada radical Victoria Kent defendió el aplazamiento del voto femenino por considerar esta medida prematura y peligrosa para la República. Las mujeres pudieron votar por primera vez en las elecciones de concejales y diputados a Cortes que se celebraron en 1933. A esa conquista histórica hay que sumar la atribución a todos los españoles, de nuevo sin distinción de sexo, de un derecho de acceso a «los empleos y cargos públicos según su mérito y capacidad, salvo las incompatibilidades que las leyes señalen» (art. 40). Se garantiza igualmente la inamovilidad de los funcionarios públicos para acabar con las «cesantías» y la discriminación por sus opiniones políticas, sociales y religiosas (art. 41).

Se puso un especial énfasis en la dimensión social de la libertad, olvidada hasta entonces. Del elenco de derechos económicos y sociales que se incorporan al texto constitucional podemos destacar aquellos que contribuyen en mayor medida a la configuración de un incipiente Estado social, que asume la obligación de realizar un conjunto de actuaciones y prestaciones de carácter positivo, en un país marcado por irritantes desigualdades. La influencia marxista se percibe claramente en el tratamiento que se dispensa al derecho de propiedad privada (art. 44). No sólo se omite su reconocimiento como derecho individual (su contenido no se formula en positivo, no se enuncian facultades sino límites), sino que se parte de la premisa de que toda la riqueza del país “está subordinada a los intereses de la economía nacional”. Se autoriza al Estado a expropiar o nacionalizar propiedades e intervenir en empresas cuando así lo exija el interés general.

La impronta progresista se aprecia también el artículo 46, que sienta las bases de la legislación socio-laboral. La República, pese a la difícil coyuntura económica que atraviesa el país, se fija como objetivo asegurar a todo trabajador «las condiciones necesarias de una existencia digna». Y en esa línea ordena al legislador que regule una serie de cuestiones de gran calado, como los seguros de enfermedad, accidente, paro forzoso, vejez, invalidez y muerte, la protección de la maternidad, la jornada de trabajo, el salario mínimo, las vacaciones anuales remuneradas o la participación de los obreros en la dirección, la administración y los beneficios de las empresas. Son compromisos que los poderes públicos nunca antes habían contraído en sede constitucional. Y revelan una voluntad de intervenir en la vida social para corregir las injusticias más sangrantes y proteger a los sectores más vulnerables de la sociedad, como los campesinos (Ley de Reforma Agraria de 1932).

La educación es una responsabilidad esencial del Estado, que prestará ese servicio mediante su propia red de centros públicos (escuela única) y sus propios profesores, que tienen reconocida su libertad de cátedra. La enseñanza primaria será gratuita y obligatoria. Y será laica en todos sus niveles, lo que se tradujo en la supresión de la asignatura de religión en los centros públicos. La República hizo un gran esfuerzo en este terreno, incrementando el número de escuelas y alumnos.

Los Gobiernos del bienio 1931-1933 emprendieron muchas reformas y se aprobaron diversas leyes en materia laboral. Así, se pasa de un régimen de libertad de huelga, de mera tolerancia, a otro en el que la huelga se considera un derecho digno de protección. La Ley del Contrato de Trabajo de 1931 disponía que la participación en una huelga lícita no era una causa de despido. Se  establece asimismo un seguro obligatorio de accidentes de trabajo.

d) Garantías de defensa de la Constitución

En este capítulo, la principal novedad reside en la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales, encargado, entre otras atribuciones, de controlar la constitucionalidad de las leyes. Uno de los datos más llamativos de la regulación del recurso de inconstitucionalidad es la legitimación atribuida a los particulares, que podían acudir al Tribunal si resultasen directamente agraviados por la aplicación de la ley impugnada. Otra competencia del Tribunal de Garantías era la de proteger los derechos fundamentales mediante la institución del recurso de amparo, que podía interponer el presunto agraviado contra actos concretos de las autoridades públicas que los hubiesen infringido.

El funcionamiento de este Tribunal de Garantías no estuvo a la altura de las expectativas suscitadas. En buena medida, el fracaso de esta institución es imputable al criterio político que se siguió a la hora de regular su disparatada composición, con una mayoría de vocales electivos, a los que ni siquiera se exigía la condición de ser licenciados en Derecho. El resultado no podía ser otro que una acusada politización de sus decisiones. El Tribunal no consiguió ganarse el respeto de los actores políticos, nunca fue tomado en serio por quienes debían hacerlo y no pudo desempeñar con la necesaria autoridad su papel de instancia arbitral.

      La agonía política de la II República

En octubre de 1934, con la derecha en el poder, tienen lugar dos acontecimientos que causan un enorme impacto: la revolución de Asturias, una insurrección obrera reprimida con extraordinaria dureza por el Ejército (por la Legión y los Regulares al mando del general Franco, para ser exactos) y la rebelión catalanista (Companys, presidente de la Generalitat, proclama el Estat catalá, dentro de la República federal española).

A partir de 1934, los conflictos sociales y políticos se multiplican y la crispación aumenta. Los estados de guerra, alarma o prevención se suceden. Tras la aplastante victoria del Frente Popular en las elecciones a Cortes celebradas en febrero de 1936, Azaña forma Gobierno e intenta recuperar el espíritu del primer bienio. En mayo es designado presidente de la República. Pero el país se desliza por una pendiente de polarización, revanchismo y violencia. El 17 de julio se subleva el Ejército de Marruecos y la rebelión (bautizada por sus protagonistas como Alzamiento Nacional) se extiende por España.

La fugaz experiencia de la República, que tantas esperanzas despertó, se frustró por el déficit de cultura democrática (tanto en la derecha como en la izquierda se echa en falta un sentimiento de lealtad constitucional y de respeto a las reglas del juego: en 1932, 1934 y 1936 la respuesta a una derrota electoral fue la sublevación armada) y la conjunción de una serie de circunstancias políticas, sociales, económicas e internacionales, que hicieron imposible la convivencia.