La Constitución de 1876
Esta Constitución, sancionada por el Rey Alfonso XII «en unión y de acuerdo con las Cortes del Reino», es una Constitución pactada, basada en la soberanía compartida de las Cortes y el Rey –que Antonio Cánovas del Castillo, el arquitecto político de este régimen, denominaba «Constitución interna», la histórica y tradicional de España–, supuso un intento de síntesis (en clave conservadora) de las Constituciones de 1845 y de 1869.
El Rey asume las competencias tradicionales de las Constituciones moderadas: potestad de legislar, compartida con las Cortes, potestad de sanción y promulgación, facultad de convocar y disolver las Cortes, el mando supremo de las fuerzas armadas, la designación de los ministros, etc. El gobierno estaba sometido a la confianza del Rey y de las Cámaras (doble confianza). Las Cortes son bicamerales. El Senado está compuesto por senadores «por derecho propio» (hijos del Rey, grandes aristócratas, arzobispos, etc.), senadores «vitalicios» (nombrados por el Rey entre altos cargos del Estado) y senadores «elegidos» (mediante un sistema de sufragio restringido e indirecto).
La Constitución canovista incluía en su Título I una tabla de derechos bastante completa. Durante esta etapa, sólo se reconocen los derechos clásicos de libertad (no se incluyen derechos sociales), cuya regulación está reservada a la ley. Esa garantía constituye sin duda un avance, pero el legislador se convierte en dueño y señor de los derechos. En la práctica, es la mayoría de turno la que en el momento de regular en detalle un derecho define con plena libertad su contenido y traza sus límites, sin más control que el puramente político, porque la ley es la norma suprema, inatacable.
Se reconocen las principales libertades públicas, como la libertad de reunión y manifestación (aunque se exige el permiso previo de las autoridades). En cuanto a la libertad de asociación, un derecho que el liberalismo clásico había visto siempre con recelo, España cuenta con una Ley de Asociaciones aprobada en 1887 que regula de forma bastante generosa (en el contexto de la época) este derecho. La Ley de 1887 hizo posible el funcionamiento, no exento de problemas pero dentro de la legalidad, de sindicatos de clase (como la UGT y la CNT) y partidos de ideología socialista (como el PSOE, fundado en 1879), de corte nacionalista (como el PNV) o republicanos.
La verdadera trampa de la regulación de los derechos en la Constitución de 1876 se esconde en el artículo 17, que prevé la suspensión temporal de algunas garantías constitucionales “cuando así lo exija la seguridad del Estado, en circunstancias extraordinarias”. Lo cierto es que se recurrió a este expediente de forma abusiva para restringir el ejercicio de las libertades constitucionales entre 1876 y 1917, de forma constante, y a partir de esa fecha se vivió prácticamente bajo un estado de excepción. En otras ocasiones, se declaraba directamente el estado de guerra para sofocar de manera expeditiva los disturbios y restablecer el orden público. En realidad, se invierten los términos y lo que es un episodio excepcional (la suspensión de garantías o la ley marcial) pasa a ser una situación normal.
La Ley Electoral para Diputados a Cortes de 1890, una iniciativa del Gobierno liberal presidido por Sagasta, extendió el derecho de sufragio activo a todos los españoles varones mayores de 25 años (con la única excepción de los soldados en filas). El número de inscritos en el censo electoral se multiplicó por seis hasta alcanzar los 5 millones, aunque el Parlamento siguió siendo, en buena medida, un coto cerrado de la oligarquía (Pablo Iglesias, el líder histórico del PSOE, no obtuvo un acta de diputado hasta 1910). Si nos atenemos a la regulación legal, el sistema electoral incorpora suficientes garantías de limpieza y transparencia. Pero en este caso las apariencias engañan y las normas no pueden ocultar la cruda realidad del caciquismo (sobre todo, en los distritos rurales) y un amplio inventario de prácticas (desde la manipulación del censo o la compra de votos hasta la emisión de varios votos por un mismo elector, pasando por las diversas formas de impedir o dificultar el ejercicio del derecho de sufragio e incluso la alteración de las actas), que posibilitan en último término la adulteración o falsificación de los resultados.
En la última década del siglo XIX, el turno entre Cánovas (conservador) y Sagasta (liberal), fruto del Pacto del Pardo (1881) para relevarse en el poder funciona con precisión casi matemática. En 1902 alcanza Alfonso XIII la mayoría de edad (hasta entonces, desde la muerte de Alfonso XII en 1885, había ocupado la Regencia María Cristina Habsburgo-Lorena). Bajo su reinado, la situación política se irá deteriorando.
La ausencia de derechos sociales en el texto constitucional de 1876 no fue óbice para que en las dos primeras décadas del siglo XX se registrasen algunos avances en esta materia. Las clases trabajadoras soportaban entonces unas condiciones de vida deplorables, con jornales de miseria y una gran inseguridad en todos los órdenes. Paulatinamente, los asalariados van tomando conciencia de la explotación a la que están sometidos y eso explica la creciente capacidad de movilización de las organizaciones obreras. Ante la amenaza que representaba este movimiento, con una ideología radical, revolucionaria, y su creciente presión reivindicativa, un sector de la derecha reformista llegó al convencimiento de que los poderes públicos tenían que comprometerse en la dignificación y mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. Como dijo A. Maura, había que hacer la revolución desde arriba, aunque fuese con normas y medidas paternalistas, para evitar que otros la hiciesen desde abajo. Y eso implica la puesta en marcha de los primeros programas de política social. El primer paso en esa dirección fue la creación en 1883 de la Comisión de Reformas Sociales. Pero será a partir de 1900 cuando se aprueben leyes sobre responsabilidad patronal por accidentes de trabajo, condiciones de trabajo de mujeres y niños, descanso dominical, jornada máxima en las minas, o primeros seguros sociales. Además, una Ley de 1909 despenalizó la huelga.
El comienzo de siglo estuvo marcado por el impacto de la pérdida de las últimas posesiones coloniales (Cuba y Filipinas), la guerra en Marruecos, las crisis económicas, las luchas obreras, con violentos episodios como la Semana trágica (1909) o la huelga general en 1917, las protestas regionalistas (en 1887 se fundó la Lliga de Catalunya, en 1895 el PNV y en 1914 se crea la mancomunidad de las cuatro diputaciones catalanas), la inestabilidad gubernamental (por la fragmentación de los principales partidos) y la corrupción política. Se daban las condiciones para que, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera (capitán general de Cataluña) diera el enésimo golpe de Estado, con la tácita aquiescencia del Rey.
La Dictadura de Primo de Rivera
Miguel Primo de Rivera (padre del fundador de la Falange, José Antonio) asume todo el poder como presidente de un Directorio militar. Su inspiración fue el fascismo corporativista italiano del momento. Pretende resolver los problemas más apremiantes: el terrorismo, la propaganda comunista, la agitación separatista, el desorden financiero, Marruecos (se apuntó el éxito del desembarco de Alhucemas), y la inmoralidad política (se propone liberar España de «los profesionales de la política»). Con el fin de restablecer el orden público, declara el estado de guerra, suspende las garantías constitucionales, y sustituye los gobernadores civiles por militares. Aunque no se disuelven los partidos, se prohíben las elecciones y se disuelven las Cortes. Primo de Rivera intentó solucionar el problema territorial, pero lo exacerbó todavía más con detenciones y prohibiciones de utilizar el catalán (en la catequesis y la predicación, por ejemplo).
En 1925 sustituyó el Directorio militar por un Gobierno, y en 1927 creó la Asamblea Nacional como órgano consultivo del Gobierno (no como un auténtico Parlamento). El 29 de enero de 1930, Primo de Rivera presenta su dimisión al Rey, que encarga la formación de un nuevo Gobierno al general Berenguer. La Dictadura no cae tanto por la oposición ciudadana o la inquina de los círculos intelectuales como por las disensiones internas en las Fuerzas Armadas (perdió el respaldo de sus compañeros de armas).
Durante esta etapa de transición, se concede una amplia amnistía, pero siguen suspendidas las garantías constitucionales y continúa en vigor el Decreto de 1925, que otorgaba amplias atribuciones a los tribunales militares en detrimento de la jurisdicción ordinaria. Uno de los últimos procesos militares fue el celebrado en marzo de 1931 contra los firmantes del manifiesto republicano de agosto de 1930 (Pacto de San Sebastián). Los principales encausados serían ministros de la República semanas después (Alcalá-Zamora, Largo Caballero, Miguel Maura, Fernando de los Ríos). El viento soplaba ya en otra dirección (se habían producido ya, en diciembre de 1930, las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos) y la sentencia fue muy condescendiente: los miembros del Comité revolucionario fueron condenados a seis meses de prisión. Ortega publica en el diario El Sol el 15 de noviembre de 1930 un artículo en el que sentencia: delenda est monarchia.
Tras la dimisión del Gobierno Berenguer en febrero de 1931, se convocan elecciones municipales para el 12 de abril. El resultado de estos comicios, pese al mayor número de concejales obtenidos por las formaciones monárquicas, se interpreta como un éxito de la coalición republicano-socialista, que vence en casi todas las capitales de provincia, y, en definitiva, como un plebiscito contra la Monarquía. Sin resistencia alguna, se proclama la República el 14 de abril de 1931 en varias capitales y el gobierno provisional toma las riendas del poder mientras el rey sale para el exilio.